EL ACTOR DESESPERADO


Por: María Gladys Pacheco Rojas
Lic. En Lengua castellana
Universidad del Tolima

El texto de teatro como una entidad primordial de sentido de la puesta en escena, constituye una fuente inagotable de traumas para el actor moderno, a quien como regla principal se le impone no desprenderse de él mientras dure el espectáculo, así “sólo en los textos teatrales las palabras adquieren el valor que merecen. En ellos se sienten cómodas, y confiadas, se desnudan de estilo, de retóricas y poéticas, y recuperan su naturaleza sustantiva, su momento esencial, de célula básica”[1]. El texto en toda la historia del teatro ha sido el epicentro y ha marcado el deber actoral en una suerte de puente elocutivo,  convirtiendo al actor en un “medio” por el cual se expresa el mensaje entre el autor y el espectador.

¿Cómo es posible entonces que un actor pueda olvidar el texto a la hora de salir a la escena? La respuesta no es sencilla, y más si es una actriz mutiladora de textos la que intenta responderla. En primera medida el texto dramático tal como lo plantea Fernando León de Arona tiene una naturaleza incompleta con una “condición de transitoriedad, de herramienta, de trabajo al servicio de otro trabajo, de trabajo hecho a medias.”[2] Y es justamente esta condición la que implica que este adquiera mucha fuerza en el espectáculo; para los que aún creen el valor de las palabras. No obstante en la actualidad, con la integración de un público joven y con la influencia del boom cibernético, ¿Qué papel termina desempeñando el texto teatral? Y ¿Cuál es el riesgo que corren los actores al enunciarlo con precisión y al serle fiel? Definitivamente responder estas preguntas resulta ser toda una odisea,  que requiere, no solo un juego de introspección en el quehacer teatral, sino una eutanasia actoral, desde la cual se le envía señales de alerta a los críticos.  

El teatro como contendor de dos juegos antípodas (juegos de palabras e imágenes) tiene como función artística comprimir esas dos manifestaciones de comunicación para hacer una sola obra de arte. Cabe oponer a esto que en muchas ocasiones alguna de las dos prima más que la otra, dependiendo del tipo de propuesta organizada por el grupo o el director o dependiendo de los intereses comunicativos que se pretendan dentro de la obra. Desde luego sentarnos a reflexionar sobre esta lucha es una perdedera de tiempo, pues hasta el día de hoy no se ha podido llegar a un consenso que equilibre las cargas de validez de cada una. Adviértase que, a pesar de que en este texto se menciona la problemática milenaria entre estas dos manifestaciones, no se pretende focalizar la mirada en cuál de las dos prima más, sino en entender el proceso actual del teatro a través de la construcción de las nuevas propuestas escénicas.

Claro está, que el texto en la actualidad se ha convertido en la piedra en el zapato de muchos espectáculos, pues la modernidad permeada por el bombardeo visual y la fortaleza de la concreción,  lleva por un vía extraña el lenguaje a la banalidad de la palabra. Así,  es mejor lo que se dice en pocas enunciaciones, como un resumen de una obra literaria, que una disertación larga y mamerta de unos personajes que dan cuenta de toda una filosofía de vida. No digamos, pues, que la verborrea no cumpla una gran función en nuestra sociedad, pues esta tiene sentido, siempre y cuando trasmita sin tanta complejidad una idea que lleve a la mofa y a la carcajada eterna, de un publico que confía plenamente en encontrar en la puesta en escena un espectáculo circense.

Por lo visto,  parece ser que cuando se habla de un público joven, específicamente población estudiantil, nos remitimos a considerar que el teatro y en especial el texto enunciado, decaen,  puesto que la lucha libre se realiza en una lona rodeada de amantes de lo fácil, de lo rápido y por tanto de lo banal. En este sentido en el primer round la actividad teatral decae y se arrastra en un terreno lleno de espinas y de pájaros carroñeros en espera ansiosa de su declive. Por esta razón se indicaba antes,  que la vida del teatro parece precoz en ambientes escolares, haciendo que los actores se sientan intimidados por las caras acusadoras de su nuevo publico,  quienes esperan ansiosos el mínimo error, para apedrear o al menos llenar con tintes color tomate los rostros desconcertados de los que intentan desdoblarse, y se disputan entre ser fieles a la poética del texto o tergiversar su rol para hacer felices a sus verdugos. 

Habrán quienes piensen que el papel del actor en este sentido es cuestión de decisión, pero señores críticos,  mientras la banalidad de la imagen nos carcome y se ríe del trabajo que nosotros efectuamos, el mismo que es atacado siempre por ustedes con el uso de términos despectivos como: “lo que ustedes hacen es un juego de niños, un ejercicio universitario". La realidad es otra, estamos disputándonos siempre entre declararle la larga vida al texto o generar una búsqueda exhaustiva de un aplauso sincero por parte de los tres últimos que quedaron sentados en las gradas. Desde luego debemos aclarar que no evadimos la crítica, pues tenemos el cuello dispuesto siempre en el cepo de sus anotaciones y apreciaciones. Lo que pedimos como último deseo antes de ser sacrificados,  es examinar los conceptos de la actividad teatral actual.







[1] Revista drama 0. Palabras, palabras, palabras. Fernando León de Aranoa
[2] Ibíd

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