¿La culpa es de la vaca? No, la culpa es del docente
Por María Gladys Pacheco Rojas
¿Somos realmente los docentes los culpables de todo?
¿Es justo responsabilizarnos por las fallas de un sistema educativo complejo y, muchas veces, disfuncional?
Para contestar estás preguntas, les contaré una historia: Había una vez un profesor llamado Juan, que vivía feliz en su pequeño reino educativo.
Cada mañana llegaba e iluminaba el aula con su carisma, guiaba con esperanza a sus aprendices, y lograba, con muy pocos recursos, construir mucho. Pero un día, como en todo cuento, apareció el conflicto:
Una apoderada —reina airada sin corona— irrumpió en su clase reclamando por un malentendido. En pocas horas, el maestro sabio se convirtió en el villano del cuento.
Las murmuraciones recorrieron los pasillos, las directivas lo señalaron y cuestionaron, sus alumnos le dieron la espalda y lo juzgaron, y nadie, absolutamente nadie, recordó sus años de entrega, sus desvelos, o las veces que había sostenido a sus estudiantes en silencio.
Así, Juan comprendió de una manera cruel, lo que muchos de nosotros también hemos sentido alguna vez: que en el cuento moderno de la educación, los héroes no siempre son celebrados… a veces son los primeros en ser señalados y sacrificados.
Y sí, esa historia también la hemos vivido varios profesores. Porque en el fondo, todos hemos sido un poco Juan. Hemos sentido esa mezcla de impotencia, tristeza y cansancio cuando el esfuerzo parece invisible, cuando una sola queja borra años de dedicación. Hemos compartido ese nudo en la garganta al sentir que damos todo, y aun así, no es suficiente.
La verdad es que nuestra labor es mucho más compleja de lo que se ve desde fuera, ya que no solo enseñamos contenidos: acompañamos, orientamos, escuchamos y, muchas veces, contenemos situaciones que a nosotros mismos nos supera. Lidiamos con la falta de apoyo familiar, con diagnósticos tardíos, con la sobrecarga administrativa y la escasez de recursos. Y aun así, seguimos ahí, intentando cumplir con las expectativas de padres, directivos y autoridades que exigen sin a veces comprender.
Y si bien dicen que: Los docentes somos el motor de la escuela, el corazón que da vida al aprendizaje, quienes escuchamos cuando nadie más lo hace, quienes damos una palabra de aliento cuando todos han perdido la fé, quienes sostenemos a nuestros estudiantes cuando el mundo se les viene encima. También dicen que somos los principales responsables de cualquier falla que ocurra en el sistema escolar.
Pero, ¿Quién nos sostiene a nosotros? ¿Quién pregunta cómo estamos, si dormimos bien, si nos duele la cabeza de tanto aguantar, o si el alma ya pide una pausa? No, nadie se fija en la salud mental del docente.
La famosa palabra vocación, esa que suena tan bonita en los discursos de las festividades, es la misma, que a veces se transforma en una trampa, pues se utiliza para justificar la sobrecarga, el cansancio y la falta de reconocimiento. “Profe, póngase la camiseta”, nos dicen, como si amar la enseñanza significara olvidarnos de nuestros propios límites y estar dispuestos a ir en contra de leyes establecidas para fortalecer el trabajo docente. Pero la vocación no debería ser sinónimo de sacrificio perpetuo ¿O sí?
A esto se suman las presiones del sistema: evaluaciones que más que acompañar, parecen castigar; directivos que exigen sin escuchar; currículos extensos que olvidan lo esencial; y una sociedad que, al primer error, olvida todo lo bueno.
En esta vorágine, muchos de nosotros hemos sentido que dejamos de ser personas para convertirnos en engranajes, piezas reemplazables de una maquinaria que no se detiene.
Y, aunque cueste admitirlo, muchos hemos pensado alguna vez en rendirnos. Y no lo digo yo. Un estudio actual, realizado por El Centro de Pensamiento Horizontal, estima que 22.949 profesores jóvenes, menores de 40 años, están actualmente fuera del sistema educativo, lo que representa el 14% de la dotación total en enseñanza básica y media.
Y todo esto, no por falta de vocación, no por carecer de valentía, sino por falta de aire, de espacios humanos que nos permitan volver a ser nosotros mismos.
Y no, no es una queja lastimera que busca culpables, pero si es un grito de desahogo que intenta despertar conciencias. Colegas: Necesitamos un cambio real, no solo discursos de darlo todo, apoyado en la “Vocación”. Ya es hora de un cambio que mire al docente como persona, que reconozca su humanidad, que permita el descanso y valore el esfuerzo.
Porque sin docentes, no hay escuela. Y sin bienestar docente, no hay aprendizaje posible.
Y sí, al final del día, seguimos aquí. A veces cansados, otras con el corazón lleno, pero siempre convencidos de que educar sigue siendo una forma de amar.
Y aunque a veces ese amor no sea correspondido y nos conviertan en los villanos del cuento, como a Juan, seguimos escribiendo el final de una trama con esperanza, porque sabemos que —a pesar de todo— todavía existimos los que creemos en la magia de enseñar.
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