CUANDO LA ESCENA HOMENAJEA LO OCULTO



Por: María G Pacheco Rojas
 Licenciatura en Lengua Castellana, Universidad del Tolima


Se encienden las luces, se hacen los anuncios, se corre el telón,  pero esta vez el pánico escénico se traslada a un segundo plano, pues el helaje en las manos y las reacciones orgánicas son dadas en cambio por formas invisibles,  que dibujan sonrisas tensionántes en los espejos, arrastran los objetos a utilizar y sorprenden a los actores antes de pisar la escena. Mientras se abre la puerta y entra el público a la sala de teatro de la universidad del Tolima, una pequeña luz recorre la trasescena,  y los ojos de los actores se agrandan al compás de diferentes sonidos cerca de sus rostros maquillados y atiborrados de telas.

Todo comenzó el 13 de febrero del 2008,  en las primeras funciones de Ionescianas. Un compañero y yo esperábamos salir a escena mientras nos personificábamos en el juego de ser dioses y padres. Cuando él se disponía a salir se dio cuenta que su objeto principal había desaparecido del lugar inicial y nadie sabía donde localizarlo. Tan solo al final de la obra éste fue hallado en un rincón de la sala desde donde esperaba temeroso.  Escuchabamos ruidos ajenos a la escena, e inicialmente creíamos que eran los demás actores, pero al darnos cuenta que solo nosotros habitábamos la traescena, empezamos a pensar en otra posibilidad: “Espectros del teatro”,  anunció él,  y yo me tendí en el piso para controlar el deseo de huir de aquel lugar.  En ese momento recordamos un suceso similar, estábamos de nuevo juntos una noche cerca de la sala, cuando escuchamos el sonido de la batería en un estruendoso concierto, nos acercamos pensando en un compañero rebelde aprovechando la noche para romper las reglas de no tocar la indumentaria fuera de la obra,  pero al observar por debajo de la puerta, las luces se encontraban apagadas y el teatro desierto. Sensaciones extrañas todas aquellas, pero sin nunca un crédito visual.  Tan solo una vez mientras me cambiaba para irme a casa sentí la presencia de alguien observando en silencio, logré ver su silueta tras un telón y supuse que era uno de mis  acompañantes tratando de asustarme, así que tomé medidas drásticas en el asunto. Dispuesta a lanzarle un objeto como recompensa a su broma, me acerqué despacio, pero choqué con el temible hecho: ¡No había nadie! Cada vez más y más extrañada por las cosas allí sucedidas me previne al ensayar,  y una noche, al encontrarme sola, se cayó uno de los telones más grandes, el susto fue inmenso, tanto así que alcé un grito con toda la fuerza del diafragma donde el eco llegó hasta los anaqueles de la biblioteca. Fue a partir de ese momento que los libros empezaron a conocer la fantasmagórica historia del teatro de la UT.  

Casos similares apreciaba Damián Mauricio Sáenz, quien de los 8 actores, era el único que presentía el extraño hecho. Solo él podría comprender de qué hablaba yo cuando me refería al “fantasma del teatro”. Los demás nunca reconocieron la presencia de un ser diferente a ellos, pues solo concordaban con nuestras versiones en la desaparición de los objetos en trasescena, ya que ellos también fueron victimas de las manos invisibles nunca reconocidas.  La extraña forma  que sus vestuarios tomaban en el acto sacrílego  de la escena los hacía pensar en una compañía diferente, pero envueltos en un racionalismo absoluto,  solo se limitaban a creer que esto era promovido por el pánico escénico y la emoción del momento.  

El maestro Javier Vejarano Delgado movido por mis experiencias espectrales un día afirmó:  “Aquí nunca ha muerto nadie, ni tampoco he escuchado que uno de los actores mas antiguos haya fenecido, lo que creo que sucede es que los espíritus de los personajes deambulan mientras no se está en escena”  Esa respuesta fue la conclusión de quince años de trabajo en las tablas,  y gracias a ella comprendí la razón de ser de los sucesos  inexplicables en UTeatro. Los holocaustos que efectuabamos para deshacernos de los personajes e irnos a casa,  lejos de tragedias, de momentos de gloria y de crímenes,  dejaban resonando las voces sin eco de aquellos seres que se resistían  a morir y adquirían cuerpo propio separándose del de los actores, donde su “[…] única revolución es el cuerpo rehecho, cuerpo que se vuelve hacer sin órganos” (1).  Desde luego,  los insurgentes o revolucionarios desataron  un enorme conflicto en nuestras vidas no actuadas, pues abandonados a su propio destino,  sin saber que más hacer con sus vidas,  sin saber a donde ir, lejos de su demiurgo, deciden vengarse y la mejor forma de hacerlo es  quedarse en los rincones del teatro atormentado a sus creadores e intentando un acto parricida al sentirlos fuera de escena. ¡Ya no  necesitan de nosotros! pensé,  pues cada aplauso los fecunda, los alimenta y quedan vivos  dado a su fuerza brutal y su propia voz enlazada a nuestro mundo. Entonces no mueren en la última obra presentada, pues sus tendones se entretejen en nuestra memoria. Imaginé por ejemplo los celos infantiles de Ana (luna menguante) contra la voz chillona de la mujer  en delirio a dúo, la envidia insaciable de Nicol (club suicida) con la absurda mirada y el discurso monótono del lógico del Rinoceronte,  y la furia intensa de Ofelias contra el profesor loco de la lección.

Deambulan sin juicio recordando sus momentos de gloria,  y todos conglomerados deciden sabotear el acto performático. Así mientras la obra se presenta y el público ríe, llora y se disgusta,  en la traescena Ubú Rey lanza con furia su reiterado “mierdra” y en ese momento desaparecen objetos que se utilizarán,  la risas macabras de la abuela de luna menguante quiebra los tímpanos de los actores que salen ensordecidos a escena,  y la malévola astucia de Bíofilo Panclasta ubica objetos como trampas mortales en sentido de su revolución. De esta manera cada uno de ellos nos persigue desde el arte, para recordarnos que no son tan  solo nuestra invención, que viven tras nuestra sombra, pero que un día volverán al mundo al que nunca pertenecieron se apoderarán de nuestro cuerpo y obligarán al público a visionarlos y recordarlos para siempre.    


CITAS BIBLIOGRÁFICAS

1. Antonin Artaud, El teatro y su doble; traducción de Enrique Alonso y Francisco Abelenda. Buenos Aires 1974.

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